La Felicidad no vive en la calle Comodidad
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Cuando preguntamos a las personas qué es lo que quieren en la vida, la mayoría de ellas traen un deseo escrito en lo más profundo del corazón, y lo expresan como “ser feliz”. Lo misterioso de la felicidad es que es algo que todos queremos, pero que muchas veces ni siquiera sabemos cómo es.
Y en esto se ve claramente que el hombre es un ser extraño: prácticamente hay un consenso total entre las personas que han disfrutado mayores cotas de felicidad. En ese consenso todos hemos oído hablar alguna vez de que la felicidad se encuentra en el amar. Y todos sabemos que amar a alguien es entregarse a ese alguien sin reservas, en vivir por y para su bien. También nos dicen que hay poca felicidad en el tener, que lo material no llena al hombre. Pero, cosas de la vida, no nos lo terminamos de creer.
Es verdad, da igual cuánto nos diga la gente que experimenta esa entrega lo felices y dichosos que son, nos resistimos a copiar sus pasos. ¿A qué misteriosa fuerza puede deberse tan ilógico comportamiento? La respuesta es paradójica y sencilla: ser feliz cuesta; hay que tener ganas de ser feliz. Y no en el corazón del hombre, sino en su superficie, está grabada otra ley: la ley del mínimo esfuerzo.
De esta forma, aquellas cosas que no nos cuestan esfuerzo y producen cierta satisfacción, nos llenan superficialmente. Y por eso muchas veces tomamos ese atajo en la búsqueda de la felicidad: tratamos de llenar nuestra parte superficial hasta los topes, pensando que rebosará y llegará a hacernos felices. Pero no es así. Por dentro, lo que nos llena es algo totalmente distinto.
Un ejemplo claro y sencillo de todo esto es nuestro gusto por la comodidad. Constantemente tratamos de evitar meternos en complicaciones: renunciamos a trabajos complicados, buscamos horarios y jornadas sencillas, dejamos de tener hijos por las complicaciones que conllevarán... y pensamos erróneamente que una vida sin problemas, una vida cómoda, será el camino directo a nuestra felicidad... Pero no es así. No conozco a nadie, absolutamente a nadie, que con una vida cómoda y sin ningún tipo problemas diga que es feliz. Normalmente, a lo más que llegan es a estar “satisfechos” con su vida. Lo cual, teniendo en cuenta que solo vivimos una vez, es pedirle muy poco a la vida.
Por el contrario, la gente feliz suele tener vidas complicadas. Por ejemplo, recientemente un estudio publicaba que el ratio de felicidad en familias con algún miembro con síndrome de Down era extraordinariamente mayor que el de las familias normales. Muchos padres de familias numerosas, entre los que me incluyo, se dicen enormemente felices, a pesar de las privaciones y problemas económicos que eso conlleva, y del hecho de estar físicamente “exprimidos” día tras día durante años. Pero es que el amor, el bueno, se da por completo, y si de algo le sobra no deja de buscar con quien compartir su alegría. Por eso podría seguir poniendo ejemplos ¿verdad que todos conocemos a alguna de esas personas a las que vemos verdaderamente felices aun a pesar de que sus condiciones son objetivamente complicadas? Y también conocemos muchas personas cuya huida constante de los problemas ha transformado sus vidas y sus caracteres un algo insustancial que muchas veces es casi solitario y amargo.
Entonces, ¿cuál es esa relación entre la felicidad y las dificultades? La razón no es compleja. La felicidad está en amar. Amar es entregarse. Entregarse cuesta. Y la gran mayoría de dificultades se superan con entrega. Ahí está la clave.
Y como padres, esto nos toca de lleno. Porque educar a nuestros hijos no es otra cosa que enseñarles a ser felices. Es decir, que tendremos que enseñarles, con el ejemplo, que la vida cómoda no es el camino, y que deberán aprender a “complicarse” la vida ¿Cómo? Aprendiendo a amar. Porque, por si no lo sabíamos, a eso también se aprende. Pero esa será lección para otro día.