¿De verdad todo esto es por la crisis de valores?
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Aunque uno de mis temas favoritos son los valores, y dedico buena parte de mi vida a ayudar a transmitirlos, tengo que confesar que hay “algo” que me parece mucho más importante. Sin ese “algo”, los valores no sirven de nada, son solo una teoría, una idea, como un vestido de muñeca de quita y pon, que un día se puede llevar y al otro no. Ese algo son las virtudes.
Las virtudes son los valores puestos en práctica. Porque mientras los valores son algo que apreciamos y consideramos importante, las virtudes son lo que hacemos. Así, es perfectamente posible tener arraigada en la persona la importancia del valor de la sinceridad, y aplaudir a quien que se muestra sincero en situaciones difíciles, y sin embargo, darse la vuelta para mentir como un bellaco (¿te suena aquello de “dile que no estoy”?), si ese valor de la sinceridad no ha llegado a convertirse en nosotros en la virtud de la sinceridad.
Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo reside precisamente en que los valores y las virtudes cada vez viajan más separados dentro de la misma persona ¿Te has parado a pensar en cuántas cosas consideramos buenas, en cuántos valores nos parecen admirables, y en lo poco que nosotros los llegamos a poner en práctica? Nos parecen geniales y estupendos en los demás, pero no tenemos la fuerza, el hábito, la virtud, de convertirlos en parte de nosotros mismos. ¡Qué majos los voluntarios que ayudan en los albergues!, ¡qué persona tan estudiosa!, ¡qué joven tan comprometido y desprendido!, ¡qué mujer tan humilde y delicada!, ¡qué amigo tan leal y comprensivo!.. y al tiempo que mostramos gran admiración por ellos, nos cuidamos de mantener la distancia, como si desarrollar esas virtudes y hacerlas parte de nosotros fuera a poner en peligro nuestra tranquilidad y nuestro cómodo entorno. Así, mucho antes que la conocida crisis de valores, aparece una mucho más preocupante: la crisis de virtudes.
Esta crisis de virtudes tiene una consecuencia atroz sobre nuestros jóvenes: crecen sin valores. Pero ¿cómo es posible que un joven crezca sin valores, cuando no dejamos de repetirle lo importantes que son? Y ahí está la trampa: los valores no se transmiten por sí mismos. Podríamos decir que son estériles, sin capacidad para reproducirse, porque no dejan de ser una idea que vive en la mente de la persona. Para ir de una mente a otra los valores necesitan un medio de transporte, algo real y físico. Por eso los valores se transmiten solo cuando se ven en acción, es decir, cuando dejan de ser valores y se convierten en virtudes. Esta es la razón de que los cuentos, que muestran ejemplos de virtud, sean buenos para transmitir valores. Pero no dejan de ser un sucedáneo, un repuesto ante la falta de virtudes o ante la falta de situaciones en las que se puedan ver en acción las verdaderas virtudes. Porque “la creme de la creme” de la transmisión de los valores reside en las virtudes.
Sí, lo miremos por donde lo miremos, si queremos niños con valores, deberán ser testigos continuados de ejemplos de virtud. Y podemos culpar al mundo, al ambiente, al gobierno y a quien queramos (que es verdad que ayudan poco), pero si nuestros hijos no tienen nuestros valores, es más que probable que seamos nosotros mismos quienes no tengamos las virtudes que los transmiten.
Que nadie se asuste. Tampoco es el fin del mundo. Tener valores es estupendo, porque hace las virtudes deseables. Y desarrollar una virtud -o perderla- se puede hacer a cualquier edad. Basta con construir el hábito repitiendo actos de virtud. Y si no sabes qué actos son esos, sólo tienes que mirar aquellos actos que admiras en los demás, y copiar sin miedo. En este importantísimo “examen”, copiar sube la nota.
Por cierto. Si tú tienes esos valores, piensa a quién se lo debes ¿Qué personas virtuosas te rodearon en la infancia y juventud? Hoy mismo, cuando esas personas posiblemente sean mayores y débiles, sería un momento estupendo para darles las gracias. Yo voy a hacerlo ahora mismo.